jueves, 15 de marzo de 2012

UNA DE MOROS Y CRISTIANOS

Esta vez voy a contar una batallita de ésas que le gustan a mi amigo José Manuel.

Corría el año 1064. Aragón era un pequeño territorio situado allá arriba, en los Pirineos, regido por el rey Sancho Ramírez. Ocupando buena parte de la Marca Superior de Alandalús (Valle del Ebro), estaba el reino de Saraqusta, cuyo monarca era el zaragozano Abú Yafar Ahmad I ibn Sulaymán, de la dinastía de los Banu Hud.

El papa Alejandro II había impulsado una cruzada transpirenaica, en el marco político creado tras una serie de enlaces matrimoniales entre reinos peninsulares cristianos y casas condales francesas. Las gentes de un medio tan agreste como el Pirineo ambicionaban las riquezas del Valle del Ebro y, bajo la coordinación de Sancho Ramírez, se montó un gran ejército en el que, además de sus propias fuerzas militares, figuraban caballeros franceses y catalanes, entre ellos el obispo de Vich y el conde Ermengol III de Urgel, yerno del rey aragonés.


El ejército cruzado-aragonés se dirigió contra Barbastro, importante ciudad comercial de Zagr-Alandalús, que se encontraba bajo la jurisdicción del señor de Lérida, Yusuf al-Muzaffar, hermano de nuestro Ahmad de Zaragoza. Tras cuarenta días de terrible asedio, tomaron la ciudad, ejecutaron a muchos de sus habitantes y se apropiaron de un gran botín. Llegó a decir un cronista que “nunca habían actuado así contra los musulmanes”.


Visto desde la perspectiva de hoy en día, nos podrá parecer irrelevante que un ejército europeo se adueñe de Barbastro, pero entonces no era así. El éxito de los cristianos entusiasmó de manera importante al espíritu cruzado europeo, tanto por el factor del ideal religioso como por el interés económico, pero, sobre todo, por la sugestión que producía en la Europa de aquellos tiempos la cultura superior de la España musulmana. Boissonnade describía el feudalismo francés como algo rudo, interesado y ambicioso, que buscaba su compensación en las conquistas contra el Islam.


Se tiene constancia del gusto de los atacantes por la vida refinada de Alandalús a través del relato de un comerciante judío que acudió a Barbastro a pagar el rescate de la hija de un personaje musulmán, cautiva por uno de los jefes cristianos. Contaba que éste había arabizado sus vestidos y costumbres, se jactaba de las riquezas logradas, se complacía en el canto andalusí y hasta había llegado a chapurrear árabe.


Pero les duró poco la fiesta. Yusuf al-Muzaffar recurrió a su hermano, el rey de Saraqusta, y éste, a su vez, a todo Alandalús, para recuperar Barbastro. En abril de 1065 partió de la Almozara un gran ejército, con el rey Ahmad I a la cabeza, compuesto por “gentes de la frontera” (es decir, de su propio territorio), más los refuerzos enviados por los amigos soberanos del resto de Alandalús, todo ello con gran alboroto de fanfarrias y chirimías, que se ve que a eso ya eran aficionados desde muy antiguo. Sitiaron Barbastro y dicen que seis mil arqueros cubrieron a los zapadores zaragozanos mientras éstos socavaban las murallas de la ciudad y las apuntalaban con maderos, para luego prenderles fuego y derrumbarlas. De esa forma, consiguieron reconquistar Barbastro, el 19 de abril de 1065.


Ahmad I regresó triunfal a Zaragoza y, desde entonces, recibió el sobrenombre de “Al-Muqtadir Billáh” (Poderoso gracias a Dios). Fue quien mandó construir el palacio más rico de todos los construidos en la Península a lo largo del siglo XI y que recibió el nombre de “al-yafariya”(Aljafería), de su nombre Yafar.


Podrá parecer que todo esto lo cuento exagerando la gloria de los musulmanes zagríes, pero he de advertir que esta historia la he extraído de un libro titulado “Aragón musulmán”, cuya autora es María Jesús Viguera, la cual no creo que pueda ser sospechosa de ponderar tales cosas, cuando trata de "reyes" a los monarcas de un reino tan pequeño como lo era Aragón en aquellos tiempos, pero llama "régulos" (reyezuelos) a los que reinaban en estas tierras nuestras.

Cabe suponer, lógicamente, que, entre los reclutados para tal empresa militar, habría taustanos (cómo no, siendo Tahust una población importante de aquel reino, no se librarían, seguro). También hay que decir que se trata de una de las pocas acciones bélicas en las que los bandos combatientes se dividen claramente entre cristianos y musulmanes, pues siempre estaban a la greña tanto los moros entre sí, como los cristianos entre sí, como los unos contra los otros, y se aliaban de la forma que más podía convenirles en cada momento, sin distinciones de religión.

Durante el reinado de Ahmad I al-Muqtadir, la taifa de Saraqusta alcanzó su máximo esplendor. En ese largo periodo de tiempo (1046-1081) tuvo que realizarse buena parte de la arquitectura zagrí que hoy conocemos. La fecha más probable para la construcción del alminar de Tauste entra dentro de ese arco.


Era habitual celebrar las grandes victorias mediante la construcción de monumentos. Si en algún lugar se levantó alguno en conmemoración de aquella batalla tuvo que ser en Zaragoza, lógicamente, pero tampoco hay por qué pensarlo así, de manera excluyente. El gran tamaño del alminar de Tauste tiene su explicación en el uso de atalaya, como puesto de vigilancia de las rutas comerciales de los ríos Arba y Ebro y contacto visual con otros enclaves estratégicos. Pero esa riqueza arquitectónica que además posee parece indicar algo más que todo eso: una demostración del poder hudí frente a los cristianos del Norte, algo así como “aquí estoy yo”. Todavía hoy, por aquí, se la llama “la bien plantada”.

¿Tendrá algo que ver nuestra torre con la reconquista de Barbastro por Al-Muqtadir?
Nunca lo sabremos.

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