Hoy quiero contar una historia que nos transmitió Javier Peña hace unas semanas, en la cual establecía un interesante comparativo entre el valle del Ebro y el del Guadalquivir.
Debo aclarar que su relato se produjo en una conversación entre amigos, con la advertencia, por su parte, de que sólo se trata de una hipótesis, la cual habría que investigar y documentar más ampliamente para poder ser reconocida como algo solvente. Lo cierto es que al resto de participantes de aquella improvisada conversación nos pareció algo muy interesante y pintoresco y le animamos a que lo relatara en su blog, ya que la falta de estudios más profundos al respecto no está reñida con la publicación de un pequeño adelanto al respecto, con la prudente advertencia, por supuesto, de la provisionalidad de esas conclusiones. Desde luego, los razonamientos y todo el hilo conductor de los mismos nos parecían muy bien justificados.
Como quiera que va pasando el tiempo y parece que Javier no se decide a escribir su versión sobre este tema, voy a atreverme a hacerlo yo, porque creo que es algo digno de compartir con las personas que, con más o menos entusiasmo, vienen siguiendo nuestra labor “pro-zagrí”, aun sin pedirle permiso, que, si se enfada, ya se le pasará.
El razonamiento de nuestro amigo Javier venía a explicar el por qué de la diferencia paisajística actual entre los valles del Ebro y del Guadalquivir, aun tratándose de dos entornos que guardaron similitudes importantes en época islámica.
En efecto, cuando la cultura islámica se impuso en nuestra península, allá por siglo VIII, aquellas gentes aprovecharon los sistemas de regadíos que habían dejado los romanos, perfeccionándolos y ampliándolos, desarrollando a lo largo de los ríos una especie de oasis lineales en medio del gran paisaje estepario, aprovechando, sobre todo, las aguas de los afluentes, las cuales eran más fáciles de controlar que las de los ríos principales (en nuestro caso, el Ebro, y en el otro, el Gualdalquivir). Ello posibilitó la proliferación de ricas vegas y, por tanto, una alta densidad de población (para aquella época) que en nada tenía que ver con la despoblación y la miseria de otros lugares, como por ejemplo, la meseta castellana.
Comentaba que, cuando los cristianos aragoneses conquistaron el valle del Ebro, a principios del siglo XII, a los pobladores musulmanes de estas tierras se les permitió quedarse a vivir en su entorno, pudiendo conservar su religión y su modo de vida. En aquel entonces, Zaragoza era una ciudad próspera de unos 50.000 habitantes, como correspondía a una ciudad media del mundo musulmán (que era el más avanzado en aquella época), dotada de escuelas, hospitales, alcantarillado público, bibliotecas y otros servicios, totalmente impensables en cualquier ciudad del mundo cristiano. En ella vivían, además de gentes que se ganaban el sustento en la agricultura y la ganadería, otras muchas del sector terciario, es decir, artesanos, comerciantes, etc, amén de profesionales de todas las disciplinas (médicos, filósofos, poetas, músicos, astrónomos, etc). Con la llegada de los cristianos, este sector vio gravemente disminuida su capacidad de negocio, puesto que la ciudad y su entorno dejaban de ser el medio propicio donde poder sobrevivir con el ejercicio de sus actividades. Además, se daba la circunstancia de que estas gentes eran las que poseían cierto nivel económico, por lo que emigraron a otras tierras que seguían gobernadas por musulmanes, principalmente a Levante. Ello produjo un despoblamiento atroz de la ciudad, que vio reducida su población al 10%, aproximadamente. Zaragoza se ”ruralizó”, pasando a ser una ciudad al estilo europeo de aquella época: la poca población que permaneció tuvo que compartir su hábitat, en inferioridad de condiciones, con los nuevos colonos venidos de los Pirineos y del Sur de Francia (ostentando éstos la hegemonía,) la agricultura y la ganadería pasaron a ser casi los únicos medios de vida, se abandonaron y desaparecieron las bibliotecas, hospitales, servicios urbanos (como ejemplo de ello, recordar que los excrementos se arrojaban a la calle hasta tiempos cercanos a nuestros días), etc.
Pero este declive catastrófico no sólo afectó a la capital del reino, sino que también –aunque en menor medida- lo hizo al medio rural donde sus gentes, al no tener posibilidad de recoger sus pertenencias y emigrar a otras tierras musulmanas, tuvo que quedarse, amparados por la promesa del Rey Alfonso (y sucesores del mismo) de garantizarles unos mínimos derechos. De esta forma, constituyeron una masa de población que se llamó “mudéjar”, hasta el año 1526, cuando, bajo el reinado de Carlos I fueron obligados a bautizarse y pasaron a denominarse “moriscos”. Esta conversión al cristianismo fue falsa en muchos casos, manteniendo clandestinamente sus prácticas religiosas.
El valle del Guadalquivir corrió una suerte parecida casi un siglo y medio más tarde, pero duró poco tiempo. A diferencia de los aragoneses, los castellanos sometieron a la población mudéjar a continuos abusos, humillaciones y vejaciones, lo cual provocó revueltas por parte de esa población a los pocos años de haber sido conquistados aquellos territorios. Como consecuencia de las mismas, los castellanos no se anduvieron con contemplaciones y les echaron (a los que no habían muerto o esclavizado). El resultado fue el abandono de aquellas vegas, siendo colonizado el territorio por gentes llegadas de Castilla, cuyo modo de vida era principalmente la ganadería y una agricultura cerealista de secano. Tanto es así, que en muchos lugares era habitual que el secano llegara hasta las mismas orillas de los ríos.
Otro dato más de la represión ejercida por los castellanos sobre la población mudéjar es que ésta fue obligada a bautizarse y convertirse al cristianismo ya en el año 1502. Es el reinado de los Reyes Católicos, pero mientras Isabel de Castilla obliga a sus súbditos musulmanes a bautizarse, Fernando mantiene los derechos de los suyos en Aragón. Por fin, en 1526 (como ya queda dicho anteriormente) los mudéjares aragoneses son obligados a bautizarse, cuando el rey de Aragón ya es el mismo personaje que el de Castilla (entonces Carlos I de España y V de Alemania) y la política castellana gana peso sobre la aragonesa porque al poder del rey le convienen más las leyes absolutistas castellanas que las costumbres y el derecho aragonés, todo ello a pesar de seguir siendo países independientes. Finalmente fueron expulsados en 1610, por el rey Felipe II (Felipe III de Castilla).
Es decir, fueron los castellanos los que expulsaron a los mudéjares del valle del Guadalquivir, que ya era territorio perteneciente al reino de Castilla. Fueron ellos los que obligaron a convertirse al cristianismo a los mudéjares de sus dominios. Pero también fueron ellos, de alguna manera, los que forzaron la misma medida para con los mudéjares aragoneses, 24 años más tarde, y definitivamente fueron ellos los que decretaron su expulsión a partir de 1609, tanto en Castilla como en Aragón (aquí en 1610), en contra del criterio y de los deseos de toda la población aragonesa, incluyendo a la nobleza, porque constituía una fuente de riqueza y el mantenimiento de unas explotaciones agrícolas a las que ellos, como nadie, sabían sacarles provecho, además de un sector de servicios artesanos (cestería, alfarería, etc.) que principalmente era ejercido por esa población morisca.
En Aragón provocó la ruina, no sólo de aquellos pobres desgraciados (casi el 20% de la población), sino de muchos pueblos y lugares del reino. Sin embargo, los cinco siglos de convivencia transcurridos desde la conquista cristiana hasta la expulsión habían supuesto un intenso intercambio de técnicas, conocimientos y costumbres, que posibilitó la continuidad de su aportación al progreso en estas tierras. No fue así en Andalucía, pues como ya queda dicho anteriormente, tal convivencia no fue posible.
Quizá hay que buscar ahí una de las posibles causas del latifundismo en aquellas tierras, donde el predominio del secano facilita la existencia de grandes propiedades bajo un mismo dueño, mientras que el regadío favorece la proliferación de parcelaciones más familiares.
Como siempre, Javier no da puntada sin hilo. Me pareció una versión interesante y sugerente. Aquí queda contado.
2 comentarios:
Es interesante pero quizás incompleta. Los latifundios andaluces son el resultado de la entrega por parte de la Corona de Castilla a la nobleza de los territorios conquistados. Las grandes propiedades son la recompensa que el rey da por participar en la reconquista. La propiedad precede al lugar. Luego se repobló.
No soy historiador por lo que la puedo meter, pero la sustancia, pienso, está en lo siguiente: en el Ebro, la tierra que se entrega a la nobleza está dedicada a la agricultura y tiene población dedicada desde siempre a la agricultura de regadío. Por ejemplo, en Gelsa (de donde procedo) la tierra era hasta mediados del s. XX del conde nosecuantos que la fue vendiendo a sus aparceros, habiendo desaparecido los latifundios que hubo de siempre.
En el Guadalquivir, la tierra también se entrega a la nobleza, pero tras la pronta expulsión de sus habitantes (también dedicados a la agricultura de regadío) se ven obligados a destinarla a pastos que requiere una población muy inferior y además puede ser cristiana.
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