jueves, 5 de diciembre de 2013

EL DESEMBARCO DE ALAH

Los musulmanes eran unas gentes muy malas que invadieron España por la fuerza y en tan sólo tres años consiguieron asentarse en nuestro territorio, desplazando hacia el norte a los buenos cristianos de nuestra patria. Éstos, desde las montañas, se organizaron e iniciaron la Reconquista, una lucha de ocho siglos mediante la cual fueron recuperando la propiedad y el gobierno de lo que nunca debieron haber perdido.

Ésta es la versión que aprendimos en la escuela de pequeños y, el otro día, le contaba yo a un amigo una pequeña síntesis de la versión que de toda esta historia capté hace unos meses en la lectura de la novela histórica titulada “El desembarco de Alah”, de Lorenzo Mediano. Mi amigo, al escucharla, me sugirió que la contara en este blog y “de paso –me dijo- le das un poco de vidilla, que nos tienes un poco abandonados a tus seguidores”.
Así es que, haciéndole caso y advirtiendo de las imprecisiones que puedo cometer por los meses transcurridos desde que la leí, me dispongo a ello. Animo a leer esta novela a todo el que quiera conocer esta versión de primera mano, pues se trata de una obra muy amena, rica en intrigas y que goza de muy buena crítica, sobre todo en lo referente al rigor histórico. Lo que voy a tratar de contar aquí no son sino unas pinceladas de interpretación de unos hechos que comenzaron allá por el año 711.
Resulta que España (la vieja Hispania romana) estaba regida por los visigodos, una aristocracia minoritaria que ocupaba totalmente el ejército y el gobierno de la nación. Los hispanos, aquellos descendientes de los antiguos iberos y celtas que tan bravos y peleones habían sido, hacía tiempo que se habían olvidado de la espada –ni ganas que les quedaban- y bastante tenían con cumplir su pacto: trabajar para malvivir ellos mismos y mantener a la altiva clase aristocrática.
El sistema de gobierno era una monarquía no hereditaria, de modo que era frecuente que, cada vez que moría un rey (muchas veces asesinado poco tiempo después de ser nombrado), se producía una guerra civil para su sucesión. Los paganos siempre los mismos: el pueblo llano.
En esas estaban en los albores del siglo VIII. Había muerto el rey Witiza y don Rodrigo se había hecho con la corona usando medios coercitivos (por llamarlos de alguna manera). Los witizanos no se conformaron y se armó una nueva guerra civil. Entre éstos se encontraba el hermano de Witiza, Oppas, obispo de Sevilla, quien, para asegurarse la victoria, se puso en contacto con Musa ibn Nusayr, gobernador del norte de África, tierras de las que el Islam se había apoderado recientemente y que bastante le estaba costando pacificar porque estaban habitadas, en parte, por los bereberes, gentes indomables, en su mayoría de religión cristiana. El Islam, por aquel entonces, estaba en plena expansión, regido por el califa Walid, con sede en Damasco, quien había hecho un pacto de no agresión con los visigodos, pues no era cosa de lanzarse a mayores conquistas sin afianzar las más recientes.
En esas estaban cuando el obispo católico Oppas pidió ayuda militar a Musa ibn Nusayr, prometiéndole una sustanciosa cantidad de dinero que, cómo no, iban a pagar los judíos españoles. Éstos lo ponían a gusto, claro que sí, porque los visigodos los tenían muy, pero que muy puteados, y veían en el Islam cierto aire fresco de tolerancia y seguridad. Entre otras cosas contaré (y no mucho más, sólo para poner la miel en los labios y animar a que lean esta fascinante novela) que habían llegado hasta el punto de arrancarles a los hijos pequeños de sus hogares para darlos en adopción a familias cristianas, con el argumento de que así salvaban las almas de aquellos pequeños, a quienes luego esclavizaban y explotaban sin ningún escrúpulo. Así se comprende que el judío que tuviera dinero lo entregara bien a gusto a la causa de derrocar a aquellos “simpáticos” visigodos que ostentaban el poder de la vieja Hispania. Cuenta la reflexión de un viejo judío toledano, quien, en su amargura, piensa que en el siglo I, en su tierra de origen, cuando estaban sometidos a la opresión del Imperio Romano, cada año surgían varios mesías que encabezaban revueltas bajo la consigna de que eran enviados de Dios para salvar a su pueblo elegido. Casi todos ellos eran capturados y crucificados, y de cada una de aquellas movidas surgía una secta del judaísmo, que, al final, acababan enfrentándose unas con otras, tratando de arrogarse cada una de ellas la verdadera autenticidad. Todas iguales, menos una –reflexionaba aquel viejo judío de la novela-, que, en lugar de limitarse como las otras a predicar su ideología dentro del ámbito hebreo (como manda su religión troncal), después de muerto su líder, surgió otro más ambicioso (¿San Pablo?) que dijo que de aquello nada, que de lo que se trataba era de extender la doctrina a todo el mundo, y que si había que comer cerdo para que su secta fuera más asequible a las gentes, pues se comía cerdo, que no pasaba nada, y que si había que hacer algún guiño al politeísmo romano para calar mejor en la sociedad, pues se inventaba aquello de que Dios era Uno pero también Tres, y que para eso se inventaban eso de los santos, para ir suplantando a cada dios pagano por cada uno de éstos. Claro está, son los pensamientos de un judío del siglo VIII.
Pero a lo que vamos. A Musa ibn Nusayr se le plantea el dilema de que su jefe el califa le tiene dicho que a los visigodos hispanos ni tocarlos (de momento, claro), pero el oro que le ofrece el obispo de Sevilla también es muy apetecible (oro que ya hemos dejado claro que proviene de los judíos españoles, como tantas y tantas cosas que financiarían a lo largo de la historia hasta su expulsión en 1492). Muy hábil él, se le ocurre que puede ser la oportunidad de quitarse de en medio a esos díscolos bereberes. Así es que el asunto de obediencia al califa lo resuelve dejando claro que no viene a invadir Hispania sino a echar una mano a una de las facciones que están en litigio (hay mucha más trama, pero para eso está la novela), y le dice al buen obispo sevillano que de acuerdo, macho, pero te vas a encargar de que, después de que hayáis ganado la guerra y tengas extenuado a todo el ejército que te voy a mandar, a los que hayan sobrevivido, me los pasas a cuchillo, que no quiero que vuelva ninguno vivo. Y fleta un ejército de aguerridos bereberes del norte de África, que estaban malviviendo en aquellos territorios del norte de África, con el lamín de que los manda a guerrear a Hispania para cuatro días y que van a volver ricos, prometiéndoles que todo el botín que consigan será para ellos. Al mando de ese ejército va un bereber, llamado Tariq ibn Ziyad, convertido recientemente al Islam y que, como tal converso, resulta ser ya un musulmán fundamentalista como los talibanes de ahora.
De esa forma es como entra en España un ejército islámico de pocos miles de hombres. Islámico porque pelea al servicio del Islam, pero en el que la mayoría de sus individuos son cristianos. Vencen a don Rodrigo, el último rey visigodo, y el trono de España se queda vacío por diversas circunstancias que no voy a contar aquí tampoco (bastante me estoy extendiendo ya). El iluminado de Tariq siente la llamada de Alah y se lanza a ocupar los puestos de poder de esta piel de toro, llegando hasta Toledo, la capital, sin encontrar apenas resistencia. El pobre Musa, desde Kairuán, ve peligrar su cuello, porque el poderoso califa de Damasco se siente desobedecido y él, a última hora, es el responsable de toda esta movida. Así es que se fleta otro ejército (éste sí, de musulmanes) y se viene también a la Península a decirle al tontolaba de Tariq de todo menos bonito. Pero hete aquí que vuelve a entrar en escena el taimado de Oppas (nuestro buen obispo). Ambicioso como nadie, ve la oportunidad de ocupar el puesto de obispo primado de España y aumentar las cotas de poder de la Iglesia Católica en este país como nunca antes podía haber soñado: “tú, Musa, gobiernas este país, que es lo único que tienes que hacer; lo demás, déjalo de mi parte”. Se asegura el cobro de unos sustanciosos impuestos que directamente irán a parar de la población a sus arcas y le garantiza al musulmán que le va a entregar el país como una balsica de aceite. Los ciudadanos de a pie también ganan, porque aun así, a partir de ese momento, no van a tener que pagar ni por el forro las barbaridades que los visigodos les habían estado exprimiendo. De modo que se monta una comitiva formada por un pequeño ejército musulmán, con el gobernador al frente, donde no falta el grupo eclesiástico, con el obispo al frente, paseándose por las ciudades más importantes de España. La presencia del obispo garantiza las puertas abiertas en todos los lugares a los que llegan, y les dice que aquí, a partir de ahora, el que manda es éste (el moro) y tú (al cura del pueblo) así lo vas a predicar desde el púlpito. Así se explica que un pequeño ejército se hace en tan sólo tres años con el control de un territorio que a los romanos les había costado dos siglos. Todo eso con la tranquilidad, por parte de Oppas, de que como en el Islam está prohibido obligar a nadie a convertirse a su religión  por el uso de la fuerza (no como en la suya, que, o te bautizas o te quemo) y seguimos manteniendo a los curas en todos los pueblos y ciudades, todo el mundo va a permanecer en la verdadera Fe (que, naturalmente, es la nuestra) y, a estos pobres musulmanes, que tan errado llevan el camino de la Verdad, como son una minoría en comparación con los cinco millones de habitantes que aquí somos, ya los iremos evangelizando poco a poco.
Con lo que no contaba el obispo Oppas es con que hay muchas formas de inducir a la población a convertirse a la nueva religión. No se obligaba a nadie, no, pero lo cierto es que la implantación del sistema islámico en la Península Ibérica supuso el cambio de un sistema esclavista (heredado del Imperio Romano) por otro de ciudadanos libres, cuyo pleno derecho se adquiría por la conversión a la fe islámica. Y así es como se islamizó nuestro querido país.
En la novela se dan situaciones que parecen tremendamente chocantes para los que hemos aprendido la historia tal y como nos la enseñaron. Sirva de ejemplo la batalla de Covadonga, de la que nos dijeron que un pequeño ejército de montañeses cristianos (con Pelayo a la cabeza) había vencido a todo un ejército musulmán y que allí empezó la gloriosa Reconquista. Pues bien, resulta que aquél pequeño ejército no era sino un grupo de desarrapados montañeses que luchaban bajo el signo de la cruz pero que todavía adoraban a sus antiguos dioses paganos, y que el gran ejército musulmán estaba compuesto por bereberes (en su mayoría, cristianos, porque era a estas gentes a las que mandaban para las misiones más arriesgadas, en lugar de mandar a musulmanes de pro), que, sin embargo, luchaban bajo el símbolo de la media luna, pero en cuyo mando se encontraba el propio obispo católico porque había que sofocar a aquellos insurrectos para lograr la gobernabilidad que él mismo había ofrecido al emir musulmán. Tampoco nos contaron en la escuela que aquella batalla no la ganaron los montañeses, sino el ejército islámico (como no pudo ser de otra manera), pero que luego, la retirada de aquellas montañas se convirtió en un verdadero infierno por el hostigamiento de aquellos montañeses endiablados que jugaban con la ventaja de conocer el terreno.

Quizá deban los franceses a toda aquella resistencia el hecho de que pudieran detener en Poitiers el avance islámico y que Europa entera no se convirtiera en parte de Dar al-Islam. Y nosotros también que, gracias a ellos y a otro hecho como el de las Navas de Tolosa, en 1212, donde, por una vez, tres reyes cristianos (Aragón, Castilla y Navarra) se pusieron de acuerdo para detener el fundamentalismo islámico, posiblemente hoy nuestras mujeres no están obligadas a llevar velo.

1 comentario:

jose miguel pinilla dijo...

Apasionante. Lo has contado muy bien, Jaime.