Nunca se me ocurrió llamarle “Zacarías”, y mucho menos “tío”. Cuando le acompañaba, si alguien se refería a mí como “su sobrino”, se apresuraba a puntualizar diciendo “sobrino de mi mujer”, apoyando la frase con el dedo índice en alto y esa sonrisa picarona tan característica suya. Para mí y para todos los que le conocíamos desde antes de su dedicación completa a la escultura siempre fue Manolo. Manuel Alegre. Lo de Zacarías lo sacó a la luz cuando se introdujo de lleno en el mundo del arte; su segundo nombre con su segundo apellido: Zacarías Pellicer.
Era de las pocas personas a las que podías acudir cuando te acuciaba un problema de ésos que te hacen ver todo negro y a los que no encuentras solución posible. Entrabas en su taller gritando ¡Manolo!, para anunciarle tu visita, y él te respondía con cualquier ocurrencia suya, obsequiándote seguidamente con alguna fruta que tuviera por allí (“ya verás qué manzanas más ricas, me las han regalado esta mañana” –verbigracia-, y lo hacía sin dejarte la más mínima opción a rechazarla). Nunca te preguntaba por el motivo de tu visita y se ponía a explicarte en qué estaba trabajando en ese momento y sus proyectos más inmediatos, que siempre eran de lo más arrollador, reflejo de su personalidad. Sólo cuando ya te encontrabas familiarizado con su espacio y te habías acomodado en el lugar apetecido, volvía a su labor de transformar, como sólo él sabía hacerlo, aquellas maderas de boj del Pirineo, aquellas maderas viejas de roble rescatadas de las aguas de Yesa, aquellos estaños y aquellos plomos, en auténticas obras de arte. Entonces era cuando tú, entre mordisco y mordisco a aquella manzana, empezabas a desgranar tu problema. Aunque se tratara del problema más oscuro y escabroso, con él resultaba siempre fácil. Te escuchaba sin interrumpirte y sin abandonar su tarea, pero sus gestos, sus asentimientos, algún monosílabo y alguna pequeña interrupción o cambio de ritmo en su incesante actividad, te hacían estar seguro en todo momento de que estaba captando todo lo que tú tratabas de transmitirle, incluso más allá de tus palabras, por desastrosa que resultara tu exposición. Cuando habías acabado, dejaba todo lentamente y te hacía algún comentario que nada tenía que ver con lo que tú habías ido a contarle, sino con su obra, lo cual, te creaba cierta desazón, pues llegabas a dudar de si habías estado hablándole a él o a la madera que estaba transformando. Acaso después te hacía salir de su taller y montar en el coche para llevarte a ver cualquier cosa, por ejemplo, la luz del atardecer o unos juncos junto a una charca. Allí te hablaba de las cualidades de ese junco en cuestión, que, cuando soplaba el cierzo, no oponía resistencia alguna y se doblegaba con total flexibilidad, hasta el suelo, si era preciso, pero el cierzo no duraría siempre y ese junco mantendría intacta la flexibilidad que le había posibilitado doblarse sin llegar a romper y que ahora le permitiría enderezarse de nuevo y recuperar su tiesura inicial. Después podías regresar con él a su taller y ser sometido a un interrogatorio acerca de qué te sugería tal o cual forma de alguna de sus nuevas creaciones, a lo cual nunca sabías exactamente qué responder, o, mejor dicho, qué deberías responder para no quedar como un cretino en ese divertido reto intelectual, donde él, naturalmente, siempre jugaba con ventaja. Sólo él sabía interpretar el verdadero significado de su obra, porque para eso era su creador, y, a veces ni él mismo, porque llegaba a ser algo tan sublime que hasta a él mismo le superaba.
El caso es que te ibas a casa con tu problema sin resolver, por supuesto, pero con la sensación de que, lo que antes te parecía una montaña, ahora se había quedado reducido a un cabecico pequeño. Tal era su capacidad para aplicar el bálsamo con la fórmula adecuada a cada momento.
También él te transmitía a veces sus miedos más profundos, sus temores, sus preocupaciones..., pero siempre lo hacía mediante expresiones que aparentemente nada tenían que ver con lo que verdaderamente quería contarte. Entonces, tú te hacías cargo de la dificultad humana para afrontar de cara esos terribles fantasmas, en cierta forma te sentías identificado con él y respondías con otras frases que también parecían inconexas con todo, porque sentías que entonces tenías que ser tú quien buscaras la fórmula del bálsamo que él necesitaba y no podías romper ese encantamiento. Vamos, aparentemente, un diálogo de pirados que podía durar horas y horas. Pero subyacía un hilo conductor, un entendimiento espiritual que iba mucho más allá de las palabras.
Recuerdo que, en cierta ocasión, me habló de Picasso como un señor con una personalidad tan fuerte que, cuando alguien le visitaba, le resultaba difícil darle la espalda en el momento de la despedida, de manera que se marchaba caminando hacia atrás, casi en actitud de servilismo. Con él no se daba ese tipo de reverencia, pero reconozco que nunca encontrabas el momento de marcharte. La última vez que experimenté esa sensación fue en el cementerio, una vez acabada su inhumación. En lugar de arrancar cada uno a lo suyo, como suele ser habitual, allí nos encontrábamos todos, charrando en grupillos, junto a su recién estrenado “aposento”, sin prisa por marcharnos a casa, envueltos todavía por esa magia que siempre emanaba de él.
Los que tuvimos la ventura de tenerle cerca, de pasar muchas horas conversando con él, de verle trabajar, de escuchar sus proyectos y de tratar de echar una mano para hacer posible que salieran adelante, fuimos testigos de las muchas veces que pudo triunfar en este mundo material y no lo hizo. Quizá no se atrevió a enfrentarse a ese vértigo que producen el éxito y la fama, pero, posiblemente, la verdadera explicación vaya mucho más allá. Sus obras eran para él lo más importante de toda su vida, incluso más que sí mismo, y le costaba mucho desprenderse de cualquiera de ellas. Por eso vendió poco, y, cada vez que lo hacía, era como una especie de mutilación que él experimentaba. Suponía pasar de un plano tremendamente afectivo a otro totalmente frío y material, donde se imponía un ejercicio tan oprobioso como el de poner precio a algo que no lo tenía. Y ahí estaba la principal dificultad, pues para él nunca podía haber un precio justo, de igual forma que para el común de los mortales tampoco lo puede haber si alguien viene a comprarnos un hijo nuestro.
Es reconocido como uno de los mejores escultores aragoneses de las últimas décadas y tenemos la suerte de que ha legado intacta casi toda su producción artística, la obra de toda una vida de este hombre inquieto, controvertido e incansable.
Ahora nos queda la obligación de asumir ese legado como su acto más generoso, que, indudablemente, irá mucho más allá de lo que él fue. Ojalá tengamos la lucidez suficiente para saber gestionarlo de forma que pase a ser un activo importante en el haber de su pueblo, de nuestro pueblo, de no dejarlo escapar. De no ser así, podríamos correr el riesgo de que se nos vaya a otras tierras con las que él, a lo largo de su vida, estuvo también muy vinculado, y es algo que Tauste no puede perder.
4 comentarios:
GRACIAS por este homenaje en palabras.Se nota que le conocías muy bien.
Muy bien Jaime, ahora a esperar el poder ver y apreciar su obra en una exposición en Tauste
...Yo tenía una obra suya,me gustaba, si , era una especie de semilla germinando,esa fué su explicación , obra que perdí en mis peripecias personales,no hace mucho tiempo me la pidió y tristemente le tuve que remitir a quien la tiene ( supongo) .
Le pregunté el porqué había o nos habia hecho fotos a todo el pueblo...y esa duda aún la tengo, ya lo verás, ya lo verás...me decía.
...Siempre cariñoso, con nosotros y siempre preguntaba por mi madre.
D.E P.
Ana P.
Hola Jaime: Creí oportuno usar tu semblanza sobre Zacarías Pellicer y copio parte de ella en mi Blog.
Confío te perezca bien.
Saludos cordiales, Pepe Ramón.
http://www.cincovillas.com/Blog/?p=12731
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