En el artículo anterior, titulado “El desembarco de Alah”,
quedaba clara la gran diferencia de concepto entre la idea que siempre hemos
tenido de la llegada de los musulmanes a España y lo que pudo ser la pura
realidad, bien distinta, como algo mucho más lógico y asumible.
Todo había empezado por una trama para derrocar al rey don
Rodrigo por sus enemigos, los witizanos (también visigodos), y con la
intervención necesaria de la Iglesia Católica, fundamental para que aquel hecho
que resultaría trascendental, no sólo para la historia de España, sino de toda
Europa, pudiera consumarse mediante un paseo triunfal de apenas tres años a lo
largo y ancho de nuestra geografía.
Quedaba claro que no se trató, pues, de una invasión
masiva de gentes que vinieran a colonizar la Península, sino de un cambio de
gobierno y de sistema social por el cual se pasó de una sociedad esclavista,
heredada del Imperio Romano, a otra mucho más avanzada. En la sociedad
esclavista, la población no tenía ningún aliciente por mejorar, porque sabían
que no podían aspirar a mucho más allá de la supervivencia, y los señores
propietarios eran ya demasiado poderosos como para plantearse otras formas de
creación de riqueza. La creación de un estado llamado Alandalús, ocupando casi
toda la Península Ibérica, adscrito a Dar al-Islam (la tierra del Islam),
supuso la implantación de un sistema de ciudadanos libres donde la relación
entre éstos y el Estado era a través de impuestos. Se desarrollaron las
ciudades como modelo social, con todos los servicios que no podían disfrutarse
en el medio rural, en las que fueron proliferando las pequeñas burguesías (artesanía
y comercio). Todo ello supuso la monetarización de la sociedad y un adelantadísimo
avance de los tiempos modernos.
Mientras, en el resto de Europa se imponía el feudalismo,
sistema que también supuso un gran impulso, pues en él, la relación entre
vasallos y señores era a base de ceder parte de la producción, pero al menos
uno sabía que, cuanto más produjera, aunque el señor se llevaba más cantidad,
también a él le quedaba más, por lo que ya tenía cierto aliciente para crear
riqueza y excedentes. Era un gran paso sobre el modelo esclavista anterior,
pero muy a la zaga del de Alandalús, pues el sistema feudal era mucho más rural
y las ciudades tardaron mucho más tiempo en desarrollarse como tales.
No hace falta ser muy lince para darse cuenta del progreso
que supuso –en aquel entonces- la islamización de Alandalús y de lo que a lo
largo de los siglos se iría filtrando desde este país hacia el resto de Europa,
en todos los campos. Lo que ocurre es que la historia tradicional española se
ha encargado de ocultarlo, al principio interesadamente (cuando todo esto se
barrió con las quemas de libros, la expulsión de los moriscos y la acción de la
Inquisición) y después porque quedó definitivamente instaurado el silencio y el
olvido de todo aquello. Ejemplo de ello es lo que conté en otro artículo
titulado “Los
otros españoles” , donde exponía el caso significativo de la fachada de la
Biblioteca Nacional de Madrid, donde se hallan estatuas y medallones de los
sabios más destacados que ha habido en nuestro país, pero que hay un lapsus
desde San Isidoro de Sevilla (año 636) hasta Alfonso X el Sabio (1248) del que
no hay ningún personaje, cuando realmente los hubo muy notables en todas las
disciplinas, tanto que si entonces hubiera existido el famoso “Informe Pisa”
habríamos estado los primeros en el ranking con diferencia (no como ahora). El
único delito de aquellos ilustres señores fue llamarse Ibn Hayyan, Ibn Al-Arabí,
Abul Qasim Al-Zahrauí o Ibn Bayyah “Avempace”, por ejemplo, en lugar de haberse
llamado Paco, Manolo o Sebastián, también por ejemplo, y lo más curioso es que
muchas de sus obras están traducidas al francés o al inglés y al español no,
habiendo sido españoles más de pura cepa que muchos de nosotros. Y así es como
hemos ido haciendo, desde hace siglos, un país complejo, lleno de complejos,
donde la bondad del otro la valoro en la medida en que más parezca a mí y si es
diferente ya es malo, donde la seguridad de unos se basa en la exclusión de los
otros y donde la exhibición de un himno o una bandera automáticamente supone una
agresión hacia el otro en lugar de un acto de unión, como en cualquier otro
país “normal”.
Bueno, pues volviendo a lo que estábamos, la curiosidad
que voy a contar aquí a propósito de la entrada del Islam en nuestra tierra en
el año 711 mediante la incursión de un ejército es la siguiente (atención que
tiene miga):
Parece ser (y así lo afirman las corrientes más modernas
de algunos historiadores y arabistas) que en aquel ejército islámico compuesto
por bereberes mayoritariamente cristianos, también había elementos
paramilitares visigodos, renegados vándalos, suevos y alanos, mercenarios
bizantinos y hasta judíos expulsados y asentados en el norte de África, que no
dudaron en cruzar el charco y volver, rabiosos, a sus tierras en cuanto
pudieron, llevándose por delante a las desorganizadas huestes de don Rodrigo, y
de paso al sistema que les había hecho emigrar a ellos, con el beneplácito de
distintos sectores sociales.“Quienquiera
que entrase en la Península Ibérica ni era musulmán ni hablaba árabe",
afirmaba el arabista González Ferrín. Incluso casi dos siglos después todavía quedaba
mucha gente en Alandalús que no tenía conocimiento de “un nefando profeta llamado Mahoma” (como lo llamó el futuro mártir
Eulogio de Córdoba en el año 850).
Ante estas cosas, llega a ser casi irritante la falta de
respuesta por parte de los historiadores, donde se echa de menos una mayor
inquietud, más allá de que la mentalidad de sólo investigar si se es remunerado
(mentalidad que no todos ellos comparten, afortunadamente). Me refiero a que,
puestos en este dilema, alguna explicación tendrá el hecho de que en Tauste, ya
a mediados del siglo VIII, se estuviera enterrando a la gente con el rito
islámico (prueba de un sentimiento profundamente religioso), así como también
en Pamplona, mientras en el resto de la Península o no se han datado todavía o
son más tardíos. También, según la tradición, la primera mezquita que se fundó
de nueva planta en toda la Península no fue precisamente en el sur, como cabría
suponer, sino, nada más y nada menos que la de Zaragoza (antes que la de
Cordoba, sí), así como la primera ciudad fundada por los árabes en España fue
precisamente Calatayud.
Uno puede sospechar que, debido a la condición de frontera
o lo que fuese, se instauró aquí desde el primer momento una islamización más
pura que en el resto de la Península, como también que fue ésta la cuna de todo
un acervo, cultural en general y arquitectónico (zagrí) en particular, que
luego se irradiaría hacia el sur, y no del sur hacia el norte, como siempre se
ha pensado.
1 comentario:
Jaime, como siempre, brillante.
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