Los musulmanes eran unas
gentes muy malas que invadieron España por la fuerza y en tan sólo tres años
consiguieron asentarse en nuestro territorio, desplazando hacia el norte a los
buenos cristianos de nuestra patria. Éstos, desde las montañas, se organizaron
e iniciaron la Reconquista, una lucha de ocho siglos mediante la cual fueron recuperando
la propiedad y el gobierno de lo que nunca debieron haber perdido.
Ésta es la versión que aprendimos en la escuela de pequeños y,
el otro día, le contaba yo a un amigo una pequeña síntesis de la versión que de
toda esta historia capté hace unos meses en la lectura de la novela histórica
titulada “El desembarco de Alah”, de Lorenzo Mediano. Mi amigo, al escucharla,
me sugirió que la contara en este blog y “de paso –me dijo- le das un poco de
vidilla, que nos tienes un poco abandonados a tus seguidores”.
Así es que, haciéndole caso y advirtiendo de las imprecisiones
que puedo cometer por los meses transcurridos desde que la leí, me dispongo a
ello. Animo a leer esta novela a todo el que quiera conocer esta versión de
primera mano, pues se trata de una obra muy amena, rica en intrigas y que goza
de muy buena crítica, sobre todo en lo referente al rigor histórico. Lo que voy
a tratar de contar aquí no son sino unas pinceladas de interpretación de unos
hechos que comenzaron allá por el año 711.
Resulta que España (la vieja Hispania romana) estaba regida por
los visigodos, una aristocracia minoritaria que ocupaba totalmente el ejército
y el gobierno de la nación. Los hispanos, aquellos descendientes de los
antiguos iberos y celtas que tan bravos y peleones habían sido, hacía tiempo
que se habían olvidado de la espada –ni ganas que les quedaban- y bastante
tenían con cumplir su pacto: trabajar para malvivir ellos mismos y mantener a
la altiva clase aristocrática.
El sistema de gobierno era una monarquía no hereditaria, de modo
que era frecuente que, cada vez que moría un rey (muchas veces asesinado poco
tiempo después de ser nombrado), se producía una guerra civil para su sucesión. Los paganos siempre los mismos: el pueblo llano.
En esas estaban en los albores del siglo VIII. Había muerto el
rey Witiza y don Rodrigo se había hecho con la corona usando medios coercitivos
(por llamarlos de alguna manera). Los witizanos no se conformaron y se armó una
nueva guerra civil. Entre éstos se encontraba el hermano de Witiza, Oppas,
obispo de Sevilla, quien, para asegurarse la victoria, se puso en contacto con
Musa ibn Nusayr, gobernador del norte de África, tierras de las que el Islam se
había apoderado recientemente y que bastante le estaba costando pacificar
porque estaban habitadas, en parte, por los bereberes, gentes indomables, en su
mayoría de religión cristiana. El Islam, por aquel entonces, estaba en plena
expansión, regido por el califa Walid, con sede en Damasco, quien había hecho
un pacto de no agresión con los visigodos, pues no era cosa de lanzarse a
mayores conquistas sin afianzar las más recientes.
En esas estaban cuando el obispo católico Oppas pidió ayuda
militar a Musa ibn Nusayr, prometiéndole una sustanciosa cantidad de dinero
que, cómo no, iban a pagar los judíos españoles. Éstos lo ponían a gusto, claro
que sí, porque los visigodos los tenían muy, pero que muy puteados, y veían en
el Islam cierto aire fresco de tolerancia y seguridad. Entre otras cosas
contaré (y no mucho más, sólo para poner la miel en los labios y animar a que
lean esta fascinante novela) que habían llegado hasta el punto de arrancarles a
los hijos pequeños de sus hogares para darlos en adopción a familias
cristianas, con el argumento de que así salvaban las almas de aquellos
pequeños, a quienes luego esclavizaban y explotaban sin ningún escrúpulo. Así
se comprende que el judío que tuviera dinero lo entregara bien a gusto a la causa
de derrocar a aquellos “simpáticos” visigodos que ostentaban el poder de la
vieja Hispania. Cuenta la reflexión de un viejo judío toledano, quien, en su
amargura, piensa que en el siglo I, en su tierra de origen, cuando estaban
sometidos a la opresión del Imperio Romano, cada año surgían varios mesías que
encabezaban revueltas bajo la consigna de que eran enviados de Dios para salvar
a su pueblo elegido. Casi todos ellos eran capturados y crucificados, y de cada una de aquellas movidas surgía una secta del judaísmo, que, al
final, acababan enfrentándose unas con otras, tratando de arrogarse cada una de
ellas la verdadera autenticidad. Todas iguales, menos una –reflexionaba aquel
viejo judío de la novela-, que, en lugar de limitarse como las otras a predicar
su ideología dentro del ámbito hebreo (como manda su religión troncal), después
de muerto su líder, surgió otro más ambicioso (¿San Pablo?) que dijo que de
aquello nada, que de lo que se trataba era de extender la doctrina a todo el
mundo, y que si había que comer cerdo para que su secta fuera más asequible a
las gentes, pues se comía cerdo, que no pasaba nada, y que si había que hacer
algún guiño al politeísmo romano para calar mejor en la sociedad, pues se
inventaba aquello de que Dios era Uno pero también Tres, y que para eso se
inventaban eso de los santos, para ir suplantando a cada dios pagano por cada
uno de éstos. Claro está, son los pensamientos de un judío del siglo VIII.
Pero a lo que vamos. A Musa ibn Nusayr se le plantea el dilema de que su jefe el califa le tiene dicho que a los visigodos hispanos ni tocarlos
(de momento, claro), pero el oro que le ofrece el obispo de Sevilla también es
muy apetecible (oro que ya hemos dejado claro que proviene de los judíos
españoles, como tantas y tantas cosas que financiarían a lo largo de la historia
hasta su expulsión en 1492). Muy hábil él, se le ocurre que puede ser la
oportunidad de quitarse de en medio a esos díscolos bereberes. Así es que el
asunto de obediencia al califa lo resuelve dejando claro que no viene a invadir
Hispania sino a echar una mano a una de las facciones que están en litigio (hay
mucha más trama, pero para eso está la novela), y le dice al buen obispo
sevillano que de acuerdo, macho, pero te vas a encargar de que, después de que
hayáis ganado la guerra y tengas extenuado a todo el ejército que te voy a
mandar, a los que hayan sobrevivido, me los pasas a cuchillo, que no quiero que
vuelva ninguno vivo. Y fleta un ejército de aguerridos bereberes del norte de
África, que estaban malviviendo en aquellos territorios del norte de África,
con el lamín de que los manda a guerrear a Hispania para cuatro días y que van
a volver ricos, prometiéndoles que todo el botín que consigan será para ellos.
Al mando de ese ejército va un bereber, llamado Tariq ibn Ziyad, convertido
recientemente al Islam y que, como tal converso, resulta ser ya un musulmán
fundamentalista como los talibanes de ahora.
De esa forma es como entra en España un ejército islámico de
pocos miles de hombres. Islámico porque pelea al servicio del Islam, pero en el
que la mayoría de sus individuos son cristianos. Vencen a don Rodrigo, el
último rey visigodo, y el trono de España se queda vacío por diversas
circunstancias que no voy a contar aquí tampoco (bastante me estoy extendiendo
ya). El iluminado de Tariq siente la llamada de Alah y se lanza a ocupar los puestos
de poder de esta piel de toro, llegando hasta Toledo, la capital, sin encontrar
apenas resistencia. El pobre Musa, desde Kairuán, ve peligrar su cuello, porque el poderoso
califa de Damasco se siente desobedecido y él, a última hora, es el responsable
de toda esta movida. Así es que se fleta otro ejército (éste sí, de musulmanes)
y se viene también a la Península a decirle al tontolaba de Tariq de todo menos
bonito. Pero hete aquí que vuelve a entrar en escena el taimado de Oppas
(nuestro buen obispo). Ambicioso como nadie, ve la oportunidad de ocupar el
puesto de obispo primado de España y aumentar las cotas de poder de la Iglesia
Católica en este país como nunca antes podía haber soñado: “tú, Musa, gobiernas este
país, que es lo único que tienes que hacer; lo demás, déjalo de mi parte”. Se
asegura el cobro de unos sustanciosos impuestos que directamente irán a parar
de la población a sus arcas y le garantiza al musulmán que le va a entregar el
país como una balsica de aceite. Los ciudadanos de a pie también ganan, porque
aun así, a partir de ese momento, no van a tener que pagar ni por el forro las
barbaridades que los visigodos les habían estado exprimiendo. De modo que se
monta una comitiva formada por un pequeño ejército musulmán, con el gobernador
al frente, donde no falta el grupo eclesiástico, con el obispo al frente,
paseándose por las ciudades más importantes de España. La presencia del obispo
garantiza las puertas abiertas en todos los lugares a los que llegan, y les
dice que aquí, a partir de ahora, el que manda es éste (el moro) y tú (al cura
del pueblo) así lo vas a predicar desde el púlpito. Así se explica que un
pequeño ejército se hace en tan sólo tres años con el control de un territorio que a los
romanos les había costado dos siglos. Todo eso con la tranquilidad, por parte
de Oppas, de que como en el Islam está prohibido obligar a nadie a convertirse
a su religión por el uso de la fuerza (no
como en la suya, que, o te bautizas o te quemo) y seguimos manteniendo a los
curas en todos los pueblos y ciudades, todo el mundo va a permanecer en la
verdadera Fe (que, naturalmente, es la nuestra) y, a estos pobres musulmanes,
que tan errado llevan el camino de la Verdad, como son una minoría en comparación
con los cinco millones de habitantes que aquí somos, ya los iremos evangelizando
poco a poco.
Con lo que no contaba el obispo Oppas es con que hay muchas
formas de inducir a la población a convertirse a la nueva religión. No se
obligaba a nadie, no, pero lo cierto es que la implantación del sistema
islámico en la Península Ibérica supuso el cambio de un sistema esclavista
(heredado del Imperio Romano) por otro de ciudadanos libres, cuyo pleno derecho
se adquiría por la conversión a la fe islámica. Y así es como se islamizó
nuestro querido país.
En la novela se dan situaciones que parecen tremendamente
chocantes para los que hemos aprendido la historia tal y como nos la enseñaron.
Sirva de ejemplo la batalla de Covadonga, de la que nos dijeron que un pequeño
ejército de montañeses cristianos (con Pelayo a la cabeza) había vencido a todo
un ejército musulmán y que allí empezó la gloriosa Reconquista. Pues bien,
resulta que aquél pequeño ejército no era sino un grupo de desarrapados
montañeses que luchaban bajo el signo de la cruz pero que todavía adoraban a
sus antiguos dioses paganos, y que el gran ejército musulmán estaba compuesto
por bereberes (en su mayoría, cristianos, porque era a estas gentes a las que
mandaban para las misiones más arriesgadas, en lugar de mandar a musulmanes de
pro), que, sin embargo, luchaban bajo el símbolo de la media luna, pero en cuyo
mando se encontraba el propio obispo católico porque había que sofocar a
aquellos insurrectos para lograr la gobernabilidad que él mismo había ofrecido
al emir musulmán. Tampoco nos contaron en la escuela que aquella batalla
no la ganaron los montañeses, sino el ejército islámico (como no pudo ser de
otra manera), pero que luego, la retirada de aquellas montañas se convirtió en
un verdadero infierno por el hostigamiento de aquellos montañeses endiablados
que jugaban con la ventaja de conocer el terreno.
Quizá deban los franceses a toda aquella resistencia el hecho de
que pudieran detener en Poitiers el avance islámico y que Europa entera no se
convirtiera en parte de Dar al-Islam. Y nosotros también que, gracias a ellos y
a otro hecho como el de las Navas de Tolosa, en 1212, donde, por una vez, tres
reyes cristianos (Aragón, Castilla y Navarra) se pusieron de acuerdo para
detener el fundamentalismo islámico, posiblemente hoy nuestras mujeres no están
obligadas a llevar velo.
1 comentario:
Apasionante. Lo has contado muy bien, Jaime.
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